Capítulo 2 – «El Frances»

Capítulo 2 – «El Frances»

Novela Narrativa Aragonesa:
«El Cofre del Molino»

Autor: Roberto Pac

CÁPITULO 2 – «El Francés»

Después de apearme en la terminal de la estación, cojo rápidamente el autobús que me va a llevar al pueblo, con nerviosismo, pues el final de trayecto está cercano. Empiezo a ver mi tierra, mientras el sol comienza a deslizarse por el día para dejar hueco a la noche. Siento aromas de primavera, aun con los cristales cerrados, como si fueran rejas de una prisión imaginaria. Observo Guara de frente, entre olivos y carrascas; diviso el pico Gratal, adormecido del día; siento el Salto del Roldán mirarme sin complejos para indicarme el camino, extendiendo su mano para dar el gran salto de mi vida, el de mis vivencias.

Novela Cofre del Molino

Cada vez me siento más cerca. Cada vez me siento más inquieto, entre curvas y barrancos que surcan la carretera. Está oscureciendo y por fin, aparece mi hogar en la lejanía, tantas veces soñado en mi exilio con su guardián en lo alto: la torre de la iglesia vigilada por la sierra de Guara al fondo.

En este universo hay sitios paradisíacos. Medito. Pero ante esta visión, tiemblo de emoción por su belleza: hay pocos lugares tan bellos en la faz de la tierra. Mi Somontano querido. Lo tengo en la palma de mis manos, tantas veces deseado y buscado en mi memoria. Me parece tan irreal este instante y me embargan tantas emociones, que es difícil digerir el momento que estoy viviendo.

Le pido al conductor que me apee antes de llegar a mi destino, ya que quiero entrar de noche, como cuando salí aquel día en que truncaron mis ilusiones, pues quiero desandar el camino tantas veces soñado en mis largas noches de vigilia.

Mientras observo el autobús alejarse con su ruido monótono acompañado de pocos viajeros, tan inmóviles como enterrados en sus pensamientos, empiezo a sentir el silencio de la noche, ya que quedan pocos minutos para escuchar la gran orquesta de estas tierras. Me siento al pie de la carretera con las cuencas de mis ojos cargadas de agua, ese agua con sabor salino y agridulce de mis años, que tantas veces se han deslizado por mi cara buscando el vientre de este valle en mi imaginación exiliada.

Estoy cansado de tan largo viaje, mis piernas pesan como losas de mármol, pero creo que ha merecido la pena tomar esta decisión. No debía esperar mucho más tiempo pero debo caminar, ya que la noche está dejando su manta oscura extendida como un sudario sobre los campos cargados de carrascas.

Miro al cielo inmenso. Todo igual, nada se ha movido en el espacio oscuro, Sólo veo estrellas y más estrellas. Aquellas noches que cuando subía a los pajares de encima del pueblo me lanzaban guiños de complicidad al apretarnos las manos infantiles de nuestros primeros amores, aquellas que dejaron una noche de brillar a lomos de negros nubarrones, éstas que hoy me reciben con los brazos abiertos y lanzan sus emisarios en forma de vientos cargado de aromas impregnados de tomillo y aliagas para deleite de mis sentidos. Este espectáculo me hace recordar un poema que escribí hace mucho tiempo.

Hubo un día
que empezó a despertar
en mi la adolescencia.

Esperaba
el oscurecer de la noche,
para albergar
en mi mente adolescente
amores tan platónicos,
que el pasar del tiempo
se me hacia corto.

Miraba con tesón
el techo luminoso
con los brazos en cruz,
vértigos y mareos
me acompañaban
de la mano del firmamento.

Cantos de grillos
sin descanso,
deleitaban mis sentidos,
mochuelos y lechuzas,
se unían orquestadas,
en largas sinfonías de placeres.

Abundaba tanta inocencia en mí,
que miedo sentía
de hacerme mayor,
por no poder rememorar
aquellos momentos vividos
en el pajar de mi era.

Pero la vida da muchas vueltas. Han vuelto a mí esos recuerdos. Quizá debía haber omitido los últimos versos, pues aquí me encuentro al pie de las eras de mi pueblo, con una maleta cargada de deseos y con el miedo invadiendo mi cuerpo.

¿A qué tengo miedo? – me pregunto, pues un escalofrío recorre mi espina dorsal. Es inevitable esta sensación al encarar la calle mayor, cuando notas los ojos luminosos de las farolas vigilar la entrada a todo viajero que ha quedado apeado en su última estación. Ahora noto más el silencio, roto a veces por el maullar de los gatos. Me pregunto cómo debo llamar a la puerta, si con la cabeza baja o alta. Es una situación extraña la que vivo en estos momentos, de alegría y angustia a la vez, pero debo golpear con mi mano segura y firme, mirando al cielo no al suelo, como cuando salí del lugar hace mucho tiempo gritando: ¡Volveré algún día!

– ¿Quién es? – Oigo gritar en la casa. – ¿Pero quién llamará a estas horas?

– ¡Mujer! , mira por la ventana antes de bajar – escucho otra voz más lejana.

Las piernas me tiemblan, mi corazón late acelerado, siento que me voy a desmayar. Percibo segundos tan largos que mi vida empieza a recorrer vertiginosamente a través de mi cerebro, recuerdos como puñaladas, sensaciones difíciles de plasmar, momentos alegres, jinetes cabalgando a través de mi memoria que van y vienen con noticias de mi pueblo a lo largo de tantos años, por dejar la duda en mi mente de los sucesos acontecidos, hasta que por fin oigo el rechinar de una ventana en lo alto de la casa. Un rostro que no distingo muy bien me dice:

– ¿Qué quiere Vd.?

– ¿No me conoces? – contesté

Y vuelve otra vez el silencio. Ese silencio que tantas veces he odiado y sentido a lo largo de mi vida, ese silencio por callar, ese silencio, ese silencio de estas personas cansadas de sufrir y de esperar. Los segundos pasan, quizá minutos, pero ¿qué es el tiempo en la inmensidad de los años? Nada, un espacio del reloj entre saeta y saeta para marcar el momento exacto del reencuentro fraternal…

Noto bajar apresuradamente los peldaños, a trompicones, como se dice por estas tierras, oyendo repetidamente:

– ¡Ay Dios mío! ¡Que ya está aquí!

– Cálmate mujer, que te va a dar algo.- exclama la otra voz.

Hasta que por fin se abre la puerta y nuestras miradas quedan mudas de palabras. No sabemos qué decir. Sólo sé que las lágrimas empiezan a dialogar y que nuestros corazones se dan un beso de hermanos en esta noche estrellada de primavera mirando al techo luminoso, entrelazando nuestras manos con sentimientos de paz esperada ante el atento mirar de la familia y en especial la de mi padre. Esa mirada que nunca olvidaré, entre el escepticismo y la realidad de ver nuevamente al hijo pródigo que partió sin saber a dónde, ni a qué lugar. Simplemente desapareció aquel día que los nacionales entraron en el pueblo.

La alegría se ha juntado con la sorpresa de mi llegada inesperada. Nos observamos todos, nos miramos a los ojos. El tiempo ha dejado huella en nuestros rostros curtidos por los vaivenes de la vida -pienso-. Todos hemos cambiado, menos nuestros corazones y sentimientos que se han mantenido intactos durante todo estos años. Pero hay algo más hermoso que el reencuentro con la familia después de tantos años. Pocas cosas en este mundo te pueden dar más alegrías que este momento.

Todo son preguntas. Las palabras salen a borbotones sin un guión establecido. Los más pequeños, incrédulos ante tal situación, sólo hacen que mirar, intentando recomponer en su memoria tantas conversaciones sobre mi persona, su tío, que se fue hace ya mucho tiempo. Preguntas y más preguntas recíprocas chocan en el aire, excepto las de mi padre, que desde un rincón de la cocina sentado en la cadiera observa el fuego, en silencio, escuchando mientras mueve su cabeza de un lado a otro, como un juez del Somontano cargado de sentencias.

Me imagino cuántas veces habrá atizado la lumbre del hogar ensimismado en sus pensamientos, dejando salir un suspiro de vez en cuando, cargado de tristeza y melancolía, por no saber nada de mí, más que lo justo, ya que las circunstancias no daban para más comunicación.

Mi mirada sólo hace que recorrer todos los rincones del calor de la cocina, todo igual, como siempre había soñado. El hogar cargado de leña, el agua caliente en el caldero, la negrura de las paredes acentuada en la noche, el ventano, ¡ay mi ventano! cuántas veces te he recordado desde mi exilio. La familia alrededor de las llamas, el olor de la carrasca al quemarse, el chisporroteo de las aliagas en el fuego, todos mis recuerdos abandonados sin piedad ni compasión.

No quise acostarme sin recorrer la casa de abajo a arriba, buscando en todos los rincones mis nostalgias, dejándome llevar por mis pasos hasta la falsa como si estuviera embrujado. Ese reducto personal de sueños e ilusiones de mi juventud, para deleitarme entre esas cuatros paredes, que parecieran que no había pasado el tiempo, para abrir el baúl que mantenían cerrado hasta mi vuelta, ese baúl que me pertenecía y que se encontraba en la penumbra durmiendo entre el polvo de la falsa.

Volví a mi pueblo,
y se abrió
la puerta de mis recuerdos,
el patio me recibió
como siempre había soñado.
Subí los peldaños
entre crujir de maderas
sedientas de mis pasos
olvidados de exilio.
Todo igual,
hogar esperado,
paredes negras,
alcobas repletas
de amores contenidos.

Subí más peldaños,
la falsa,
mudo testigo de mis vivencias,
me esperaba hace ya
mucho tiempo.

Y ahí encontré
nuevamente
las cartas de amor,
en el baúl de los recuerdos
que un día olvide
en mi huir precipitado.

Esa noche dormí abrazado entre mis cartas de amor, intentando no romper esas flores secas llenas de vida y de esperanza por un mundo mejor: las de mi Marieta.

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