Capitulo 5 “El Frances”

Posted on ene 8, 2009 | 0 comments


Novela Narrativa Aragonesa:
“El Cofre del Molino”

Autor: Roberto Pac

CÁPITULO 5 – “El Francés”

Mis ojos hinchados quieren desperezarse, pues no en vano las horas de sueño han sido demasiado largas para mí. No sé qué hora es en este momento, ya que ha amanecido el día cubierto de nubes y esta situación siempre me ha despistado al amanecer. Me levanto y enciendo la bombilla, somnolienta del dormir de la noche, para mirar mi reloj. Se me ha pasado por alto el sonido de las campanas de la iglesia. Me pregunto cómo he podido dormir tantas horas… Pero ¿qué es el tiempo en el silencio de los enamorados? Nada.

Recojo mis cartas de amor para guardarlas nuevamente en la bolsa, con delicadeza para no romper las hojas secas que un día lucieron todo su aroma en mi alcoba y, que hoy en día sólo desprenden olor a recuerdos.

Escucho el trajinar del hogar, mientras me aseo en la palangana con un poco de agua para, a continuación, abrir el ventano. Quiero sentir las noticias de la mañana a través del viento húmedo de la sierra. Sólo noto mutismo, acompañado ahora sí, por los cuartos del reloj de la torre. Me quedo extasiado mirando a la campana y me pregunto si se le habrán olvidado las partituras de los cantos, de tañer con arrebato de fiesta, de miserere, o de tocar a difuntos. Me imagino que eso nunca se olvida… Sólo hace falta el momento en el calendario de la vida.

Pero la realidad es, que siempre he sentido miedo con esos sonidos estridentes, un miedo que me ha acompañado siempre. Cuando escuchaba el balanceo de los péndulos clamar en el hierro para anunciar algo importante en la aldea, algo importante que estaba sucediendo en la comunidad, era el mismo temor que hoy en día se siente cuando suena el teléfono en los lugares. La angustia recorre todo tu cuerpo al cogerlo, entre la duda y la incertidumbre, ya que no sabes que noticia vas a escuchar al otro lado del hilo telefónico. Ese temor que proviene de muy atrás en las páginas de las campanas de la iglesia…

Salgo de mis reflexiones, de mis preguntas existenciales, al escuchar hablar en la cocina a mi hermana, pensando que aún estoy en la cama y que las sábanas se me han pegado.

- ¡Ridiez! Pero este “mesache” ¿todavía está dormido? ¡Vaya poeta! De letras sabrá, pero de madrugar le falta aún mucho que aprender.

Me hacen sonreír estas sentencias tan habituales de mi familia, tan ancestrales en su manera de ver la vida, que yo creo que en el fondo también se me han pegado en la forma de expresarme a lo largo de los años.

- ¡Zagal! Sube a despertar a tu tío que se va a pasar todo el día en la cama. ¡Ay Dios mío! ¡Qué cruz tengo!. – sigue clamando mi hermana.

Antes que suba mi sobrino, bajo a la cocina sigilosamente para darle una sorpresa.

- ¡Bon jour!, Querida hermana, ya llevo un rato levantado.
- Pues ¿qué hacías, puñetero? – me interrumpe mi hermana.
- Nada, sólo mirar a la iglesia
- ¡Ay, los poetas! Si no habrá cosas más importantes que hacer… ¡Venga! Que el desayuno está preparado y hoy no te libras. Y después a la calle a dejarte ver, que los vecinos preguntan por ti, por tus huesos… Y deja ya de esconderte y de dormir tanto tiempo.
- Pero mujer, si ayer estuve toda la mañana en la entrada del pueblo y salude a varias personas que partían a sus quehaceres diarios – me justifico.
- Sí, pero siguen preguntando por ti. Así que, a desayunar y no vuelvas hasta el mediodía. Y sobre todo coge el paraguas y abrígate que está amenazando lluvia. En la sierra se oyen truenos de tormenta.

Salgo sigilosamente de la casa aunque no sé por qué lo hago. El ruido del portalón de la entrada delata mi presencia a los gatos, que salen despavoridos ante mi salida. Es curioso – pienso – no hay nadie en la calle en este momento. Será la amenaza de la esperada lluvia ¡Quién sabe! Pero por extraño que parezca, mis pasos seguros y rápidos me llevan a la calle alta, a la iglesia, a esos muros fantasmales de los recuerdos de mis sueños, para sentarme debajo del olivo cargado de plegarias.

Está cerrado el templo. Tan sólo las cigüeñas delatan la vida en el exterior, testigos mudos de los tiempos, que año tras año van y vienen para anidar en la torre y por qué no, por recordar, siempre recordar, que la vida es una continua comunión de episodios con un antes y un después. Pero siempre acaba el antes al día siguiente con los recuerdos vividos.

Muchas veces he recordado las escenas de terror al pie de estos muros, llantos desgarrados de negro clamando justicia, mujeres mayores esperando que se abriera la puerta de la iglesia, mujeres cansadas de esperar durante tanto tiempo para al final volver a sus casas.

¿Cómo pudieron ocurrir estos hechos? ¿Qué pudo pasar por nuestras mentes? – me pregunto – ¿Cómo la guadaña de la muerte se cebó en estas tierras, para dejar sus brazos extendidos sobre el Somontano, por dejar tal estela de terror entre las gentes, que aún hoy en día se reflejan en sus ojos cansados, en sus semblantes curtidos por el tiempo, rostros labrados de surcos de tanto lamento? ¿Quién tuvo la culpa? Todos o ninguno… La historia hará justicia, la justicia escrita del libro de la vida. Esa historia que con el pasar del tiempo deja a todos en su lugar exacto como figuras de un ajedrez de un mismo color, ni blancas ni negras, simplemente incoloras.

Mi mirada la tengo en el muro frontal del templo. Aún se notan las heridas de las balas. No le ha pasado el tiempo. Es una extraña sensación la que siento. Veo correr fantasmas con nombre propio, entre empujones y llantos, envidias de campo, lujuria de sangre, sentimientos encontrados, escenas dramáticas al atardecer, y yo sin poder hacer nada más que callar y cerrar los ojos, para abrirlos nuevamente y volver a empezar mi calvario en los ocasos rojos del 36. Estos acontecimientos siempre quedaron grabados en mi retina de adolescente, en mi despertar a la vida.

Por eso siempre he sentido miedo de estas cuatro paredes, ya de niño, oyendo las campanas tañer, para después con el tiempo sentir la daga de la muerte en mi adolescencia. Muerte no querida e incomprendida. Vecinos buscando con su mirada la pregunta del por qué de tanta barbarie, de tanto odio creado en las conciencias enfermas de unos y otros. Vecinos esperando tiempos mejores, para devolver las escenas de terror al escenario de la vida, con sentimientos de rencillas y venganzas esperadas.

Las ventanas postreras de la iglesia
siempre me han hecho soñar,
pues siempre he sentido,
que se abrían de vez en cuando
para sacar los pecados de confesión.

De niño, sentado estaba detrás de la iglesia,
esperando día tras día,
abrirse los oscuros huecos fantasmales
de chirriantes pestillos,
por ver lo que mi imaginación creaba.

A veces, tanto miedo sentía,
que el simple sonido de campanas
tocando a difuntos,
hacia estremecer mi cuerpo inocente
ante la suave risa de cigüeñas altaneras.

Qué desilusión me embargó
cuando un día sin razón aparente,
descubrí
mi inocencia perder,
al saber por qué se abrían
los ojos del templo.

Las ventanas postreras de la iglesia
siempre me han hecho pensar,
porque el silencio de los pecados,
jamás voló de las cuatro paredes
del confesionario.

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